El Usumacinta, misterioso y salvaje como los grandes ríos del mundo,forma una frontera natural entre México y Guatemala escondiendo en sus riberas apasionantes encuentros con la naturaleza y fantásticos restos de la milenaria cultura maya.
Dos son las opciones de viaje al Usumacinta, desde Flores Petén o desde Palenque, Chiapas, según el lado de la frontera del que se decida partir. La opción mexicana tiene más trayectos organizados que la guatemalteca. Desde Palenque hay servicios turísticos que realizan la visita en el día. Si se toma el camino de Flores, la carretera se encuentra en malas condiciones por lo que el vehículo utilizado debe estar preparado para todo terreno.
El punto habitado más cercano a las ruinas de Yaxchilán es Frontera Corozal, una población difícilmente identificable como tal, ya que sus viviendas se reparten por una extensa llanura y el centro urbano queda muy alejado del muelle. Aquellos que pretendan hacer el viaje por su cuenta, prescindiendo de guías de las agencias de Palenque, tendrán que ser previsores.
Pocas son las salidas de transporte público que existen desde Palenque. De todas formas, se puede tomar un microbús que se dirija a la frontera y bajarse en el cruce con esta población. Ahí, existe un servicio de taxi, casi permanente, pero habrá que acceder al precio que señale el conductor. La otra opción, es esperar que pase un transporte y pedirle "jalón" para pagar sólo unos diez pesos.
Al llegar al embarcadero, es mejor asegurarse el alojamiento antes de emprender alguna travesía. Existen dos campings bastante completos en Frontera Corozal, a la ribera del río, ambos tienen la opción de acampar o bien hospedarse en una cabaña, aunque sus precios son costosos. Además, en la localidad fronteriza, se puede recorrer la avenida principal, que está asfaltada, y preguntar en los distintos hospedajes que se encuentran al paso. No existe información turística ni alguna guía actualizada sobre los hospedajes, esto quiere decir que si tienen paredes y techo, e incluyen un baño con ducha y una palangana de agua limpia, el viajero se puede dar por satisfecho.
Confiar en los lugareños es, finalmente, la forma de informarse. La vida alejada del bullicio de las grandes ciudades hace de ellos personas sinceras y no dadas a aprovecharse del visitante, todo lo contrario, son amables y siempre responden con una sonrisa. Hospedarse o comer en los diferentes sitios que se pueden visitar junto al Usumacinta, como los restos arqueológicos de Yaxchilán, es complicado, ya que están en el corazón de la selva lacandona, por lo que es necesario saber dónde se va a dormir y qué se va a comer antes de hacer un viaje por el río.
La Atenas de los mayas
La ribera del Usumacinta posee un encanto natural impresionante y se puede optar por recorrerla a placer, visitando alguna de las localidades y dormir a campo abierto en camping, lo que constituye una verdadera aventura.
Asimismo, uno de los puntos preferidos por el viajero son las ruinas mayas de Yaxchilán, que permanecen escondidas por la naturaleza al paso de las embarcaciones. Al llegar a este parque arqueológico, se camina a través de una densa selva y, repentinamente, van apareciendo los restos de la civilización perdida.
Las investigaciones arqueológicas en la selva lacandona no comenzaron hasta muy entrado el siglo pasado, cuando un norteamericano, huyendo del reclutamiento para la Segunda Guerra Mundial, fue a parar a esta zona de Chiapas. Allí, un chiclero le llevó a conocer los restos de su antigua cultura. A partir de entonces, Charles Frey participó en las expediciones que el gobierno mexicano llevó en la zona. Este expedicionario murió trágicamente en un intento por salvar a un compañero de ser arrastrado por la corriente cuando navegaba por el Usumacinta.
Años después, parte de la ciudad fue descubierta para el público, comenzando la visita a través de la ruta que sigue la vereda junto al río. Al final del camino, el visitante encontrará una pequeña entrada en una ruina. La puerta penetra por la parte trasera de un templo, en cuyo interior un conjunto de tenebrosos pasadizos casi parecen perderse en la pirámide. Atravesándola hasta el extremo opuesto, una salida nos descubre la explanada de la Gran Acrópolis. Esta extensión de unos dos campos de fútbol, está plagada de estelas y monumentos, como los dedicados al jaguar y el caimán, y rodeada de un conjunto de pequeños templos. Existe un amplio espacio que se dedicaba al famoso juego de la pelota que practicaban los mayas.
Ascender por los laterales de la Gran Acrópolis irá mostrando pirámides, semicubiertas por la selva, que conservan gran parte de su majestuosidad original. Aún tienen sus remates o cresterías y algunas esculturas de gran tamaño, así como relieves muy bien conservados. El tope del ascenso lo forma un grupo arquitectónico con una fantástica vista de la selva que lo rodea.
Esta ciudad maya del Período Clásico, fue más importante que la situada un poco más entrado México llamada Bonampak. De hecho, los arqueólogos apuntan que ésta era simplemente un centro ceremonial de Yaxchilán. El apogeo lo alcanzó en el siglo VIII, bajo el reinado de Escudo Jaguar y su hijo Loro Jaguar. Luego, como le sucedió al resto de esta mítica civilización, fue abandonada y guardada por la selva hasta nuestros días. Todavía, cuando cae el día, un grito desgarrador parece ahuyentarnos para no turbar el descanso eterno de las ruinas. Son los terribles gemidos que los monos aulladores emiten para marcar su territorio y que, si se observa atentamente, pueden verse por entre las ramas de los altos árboles.
El difícil acceso al conjunto arqueológico lo han convertido en uno de los parques más apartados del turismo masivo, lo que confiere un particular encanto a la visita. Según la hora, el paseo se hace bastante solitario y las ruinas mantienen una fascinación mágica que otros lugares han perdido. Además, este misticismo aumenta al conocer que la selva lacandona fue elegida por la guerrilla zapatista para refugiarse, acampando muchas veces entre las ruinas.
La gran riqueza natural, desde pájaros carpinteros hasta murciélagos, el componente de aventura, por la poca explotación turística, y los medios tradicionales de transporte, hacen que la visita al Usumacinta posea los ingredientes del viaje completo. Una travesía que puede asustar al viajero menos temerario, pero seguro que, si al final se decide por esta visita, se volverá inolvidable.
Terror, la fuerza del agua
El cauce del Usumacinta es, como suena su nombre, soberbio. El tramo que forma la frontera natural entre México y Guatemala es ancho y, aunque parezca sereno, merece respeto, ya que cualquiera que se atreva a enfrentársele será arrastrado por la corriente. Las embarcaciones que lo surcan son particularmente estrechas, posiblemente por las difíciles condiciones de su navegación.
Utilizar el Usumacinta como vía de comunicación es una experiencia incomparable. El viaje fluye a través de gigantescos meandros que, por las formaciones rocosas, parecen modificarse a caprichoso placer, según las temporadas. Sólo la selva, en las riberas, detiene su impetuoso paso.
Al atardecer, sus espesas aguas, marrones por los sedimentos, se tiñen del verde reflejo de la selva, convirtiéndose en un espectáculo de indiscutible belleza. Es en este momento, cuando la fauna revive de su letargo y, con el refrescante influjo de una lluvia tropical, se divisan aves, iguanas e, incluso, enormes cocodrilos.